26/9/15

San Sebastián 2015, día 7: lo otro

Podría contar muchas cosas de hoy. Podría contar cómo por fin he conocido al roncador suave y su trayectoria profesional, las novedades en la vida de la chica tras la cortina e incluso qué fue del tipo que creó en su litera un vórtice sonoro que marcó mi vida con una muesca profunda. También podría hablar sobre los problemas domésticos de Kati, siempre detrás de su hijo, deseosa de que haga algo mientras él, exhausto, no lo hace. La bondad de mi anfitriona me impide sumergirme en tan personales imágenes del día a día, por lo que tampoco explicaré la firmeza con la que convenció a una brasileña, nueva compañera de habitación, de que compartir dormitorio era mejor y que la confusión de su reserva por internet no sería si no un acierto a corto plazo.

De nada de eso pienso escribir hoy, hay situaciones que apremian y llaman mi atención sobremanera como para seguir apartando la mirada. Hay momentos en la vida de todo ser humano en que debe mirar cara a cara al destino y enfrentarlo de una vez por todas. Por eso, sin seguir dudando, tecleando a la luz de las velas que me estoy imaginando ahora mismo, os presento los temidos y hasta ahora ignorados:

Misterios en Hospedaje Kati

La escalera de mano imposible. Tras cruzar un portal en penumbra, uno de esos que hasta de día no consigue que la luz del sol se abra paso, se llega a un sencillo ascensor. Por el motivo que sea, puede que precisamente por la desesperación de ver algo iluminado, los constructores decidieron que lo mejor sería que la caja del aparato fuese de cristal. Gracias a esto, los vecinos pueden ver paredes vacías durante el primer piso y las escaleras que suben, abrazando al montacargas humano, en los siguientes. Desde que estoy aquí hay algo que ha perturbado mi descanso, si es que ha existido algo de eso. Cuando llegas al nivel de la calle, el mítico piso 0, la falta de paredes opacas permite ver cómo te sepultas bajo los pilares del edificio y, de regalo, una escalera de mano. Está situada en el estrecho hueco entre el ascensor y la pared, a una altura en la que se adivina algo de espacio hacia abajo. Estática, perenne, la escalera de mano espera su turno asesino. Si alguien la necesita, deberá llamar al ascensor en otra planta, forzar la puerta inferior y arriesgar su vida por ella. Que nadie baje por favor, que voy a coger mi escalera y no quiero perder la cabeza. Todo esto ocurre a medio metro de un amplio armario de mantenimiento.

La puerta que no. Disimula, como quien no quiere la cosa, esas imagino que fueron las órdenes para esta puerta, la puerta que no. Uno de esos descubrimientos fortuitos en los que comprendes que tu realidad tiene pequeños detalles que no debes pasar por alto. Pared, pared, pared, pared. No, espera un momento, aquí pasa algo. Pared, pared, puerta, pared, ahora sí. Una entrada a un mundo mágico, un portal misterioso al que han decidido pintar de rosa y blanco buscando no sólo no romper la imagen de un muro sólido, si no conseguir que aquellos grises que pasan cabizbajos, inmersos en problemas de menor importancia, no sean capaces de disfrutar de todas las ventajas que, sin duda, ofrece la tremendamente atractiva puerta que no.

Stairway to hell. En este último concepto se unen los dos anteriores. Escaleras y puertas se besan en un único ser complejo, amorfo y bello. Unos escalones de madera, tan estrechos que obligan al valiente a ir solo, preceden a la última separación de lo humano y lo divino. Son imprecisos, sí, pero más lo es el conjunto que forma con la puerta, incapaz de contener toda la luz del universo inmaterial, aquella que se cuela por angostos resquicios que el carpintero decidió correctos. Imaginad a ese tipo, resuelto, sin tres falanges, manchado, feliz. Coloca el marco, la puerta, ve que nada encaja y espeta: bueno, pues esto ya está. Muchos pensaréis que se debe al paso del tiempo, que una construcción tan vieja habrá vivido mil aventuras y que el encargado de su finiquitado haría un buen trabajo. Yo os digo, dejad de culpar al tiempo de nuestros errores, qué ha hecho él si no oxidarnos hasta la muerte. Latas, sois todos simples latas anaranjadas y lo sé porque he cruzado la puerta, he preguntado y he visto.

1 comentario:

  1. Quería hacer un poco de turismo por la zona y por supuesto iré al Olga´s Palace o al Kati, no me decido. Por supuesto que si no encuentro plaza lo dejo para mas adelante porque no me interesa ningún otro alojamiento, sería muy aburrido.

    ResponderEliminar