Una copia de esto en enorme por favor |
Y es que ni tú mismo decides si dejarte llevar por la paranoia y usarla en tu beneficio, tema medular en todo esto, o sufrir un mal viaje. Puede que descubras rincones a los que volver, imágenes polisémicas de fondo de pantalla en las que abstraerse en un futuro, sea cual sea la primera interpretación dada. Pero también es muy probable que a la media hora uno se asuste, no sabiendo muy bien dónde está ni cómo salir del encierro, confundiendo butacas con grilletes y dilatando las extensas dos horas y media en años de encierro. Por todo eso aviso, Puro vicio no es lo que esperas y, por más que lo intente, no puedo avanzarte lo que es. Nadie sabe cuándo le va a sentar mal un porro pero eh, tampoco cuándo no.
Avisados quedan desde ahora, sea lo que sea de lo que he avisado. Y es que aquí todo es así, como la trama que no sabe muy bien cuándo va o cuándo viene, como la marea de una playa siempre presente pero al fondo, intocable, bajo los adoquines. California en 1970, un detective privado intenta averiguar dónde está el amante de su ex, un magnate inmobiliario con negocios negros por todas partes. Poco a poco todo se llena de humo y misiones secundarias, que si encontrar un músico muerto y resucitado, lidiar con el policía que se ha convertido en su sombra o esquivar pero investigar a una asociación/culto que parece estar detrás de todo. La niebla es cada vez más espesa, los nazis acechan en las esquinas y los colmillos de oro tienen sed de sangre. Ha vuelto la paranoia pero esta vez es tangible, esta vez no desaparecerá por la mañana.
Horas de estos dos |
Como es una cinta de Anderson sobre un libro de Pynchon, el resto del reparto es tan reseñable como extenso. Katherine Waterston es la escurridiza Shasta, esa ex que parece etérea hasta que deja de serlo. En papeles más o menos importantes van apareciendo caras conocidas como Eric Roberts, Michael Kenneth Williams, Benicio del Toro, Owen Wilson, Reese Witherspoon o Martin Short. También sale Maya Rudolph en ese perpetuo embarazo al que ha ligado su carrera cinematográfica.
El guión es del mismo director y no se ha andado con tonterías: en lo bueno y en lo malo, ha adaptado a Pynchon de manea literal. Vicio propio, como se tituló aquí la novela, está plasmada casi diálogo a diálogo, excluyendo pocas de sus interminables subtramas y ayudada por la encarnación de la voz en off del autor en una de las, muy, secundarias femeninas. Esto último creo que ha sido un error que confunde al espectador, si es que no estaba perdido ya del todo, que cree que ese personaje ayudará a resolver algún entuerto de un modo más primario. Claro que no. Como Zack Snyder con Alan Moore, y perdón por el salto mortal de esta comparación, Anderson ha querido ser tan fiel al original que se ha pasado de rosca, perdiendo a los no lectores por el camino y logrando un producto más difícil, inestable y, puede, puro y necesario.
El molar |
Pynchon juguetea en sus páginas con nosotros, añadiendo elementos al montón que tarda en desmoronarse y que, al mirar atrás, volvemos a ver en pie. Anderson plasma esto en un medio en el que no debía de funcionar y, no haciéndolo, lo hace. Adaptar lo inadaptable, decide tú hasta qué punto es un fracaso que yo no puedo quitarme de la cabeza todo lo que no sé si ha ocurrido.
Al salir de la sesión estaba empachado, confuso y, creo, maravillado. Era 18 de marzo y tenía que cambiar de cine porque se reestrenaba por un día Blade Runner y quería verla en la pantalla más grande y con la mejor calidad de imagen y sonido posible. Es un cinta que siempre me ha obsesionado, en mi casa se ha comprado cuatro veces, en tres formatos diferentes y he visto en innumerables ocasiones las cinco versiones disponibles, sobre todo las del 82, 92 y 2007, reconociendo esta última como mi favorita, justo la que iba a ver proyectada en versión original y con el lujo de una sala de calidad indiscutible. Pese a sabérmela de memoria, cada cinco minutos tenía los pelos de punta. Tras descubrir de nuevo el unicornio de papel y cerrar la puerta precipitadamente a ningún otro añadido, volví a la realidad pleno, satisfecho y emocionado. Durante el regreso a casa, casi dos horas de transporte público, pensé mucho en Ridley Scott y el Philip K. Dick. Poco a poco ese pensamiento se fue tornando en una comparativa y caí en la cuenta de lo opuesto de su relación a la de Paul Thomas Anderson y Thomas Pynchon. Según avanzaban los temas de Vangelis en mi reproductor, me di cuenta de las similitudes pese a su aparente antagonismo a la hora de adaptarse. Al llegar a casa, antes de ponerme con esta crítica, busqué la opinión del tipo que me descubrió, aun sin conocerme, al autor de la novela madre de este proyecto. No era una crítica de la película en sí misma, pero Noel Ceballos aclara en "Puro vicio": Los Estados Unidos de la paranoia esa relación que fue tomando forma durante el obligado mareo del autobús y que ahora entiendo inevitable. Quién lo iba a decir, al final he entendido algo. Creo.
La última cenuki |
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