24/9/15

San Sebastián 2015, día 6: lo otro

Todo lo visto este día lo tienes pinchando en San Sebastián 2015, día 6: las películas. Todo lo no visto, a continuación.

La noche fue dura, justo lo contrario que mi colchón. Para los despistados, vamos a recomponer el escenario y los contrincantes rápidamente. La habitación tiene una primera mitad con dos camas ocupadas por un joven que ronca y una chica que me saludó a través de la cortina. En la otra mitad hay dos camas resorte, una convertida en litera y otra plegada apaciblemente, la mía. A mi lado, en el dúplex de colchones, duerme un señor francés mayor que parece estar de paso, y un desconocido al que intuyo torpón por el jaleo que armó al entrar en la habitación y escalar a su guarida.

El Golem ha vuelto
Establecido el campo de batalla, volvamos al presente, justo cuando me desmayé por aquello de que tenía mucho sueño y demás. Pese al cansancio ponderante, algo me saca bruscamente del letargo, un estruendo que debe preceder a titulares catastróficos en medios de comunicación internacionales. Algo que haga ese ruido, debe ser un acontecimiento tectónico único en su siglo o un error humano catastrófico. Pienso primero en la estatua de un tamborilero que hay cerca del hostal, un elemento decorativo que cada noche encuentro de lo más siniestro. Imagino que ha cobrado vida y anda tamborileando por ahí, machacando con sus baquetas de bronce los huesos de los infelices que se crucen en su camino.

Tras despertarme un poco más, me doy cuenta de que la situación, aunque portentosa, es mucho más terrenal. El epicentro del conflicto está localizado en una zona muy precisa, la nariz del nuevo. El tipo ronca como para ser llevado al espacio y estudiado por otras inteligencias, superiores a las nuestras, que sean capaces de dar con el mecanismo que permite al ser humano hacer más ruido de forma inconsciente que consciente y, de paso, no despertarse a sí mismo.

El estrépito es tal que comienzo a oir a los otros tres ocupantes de este camarote maldito. Los dos ex durmientes tras la cortina dan vueltas, como buscando una posición donde aquel terrible sonido no ponga en riesgo su capacidad auditiva. El otrora amable francés, refunfuña, como odiando el momento en el que se le ocurrió poner el pie en esta tierra de conejos. Malditos íberos, oigo a su cerebro.

El francés, horas antes de nuestra enemistad
Bueno oír, lo que se dice oír no, y no porque no sea telépata, que tampoco, si no porque con los ronquidos sería imposible seguir las letras de un concierto de Metallica en esta misma habitación. De pronto, mientras compruebo que la otorragia aun no es severa, noto un brusco golpe en mi cama. No puede ser, pero sí. El francés ha confundido el foco de emisión y, no pudiendo con la presión, a atizado al colchón del que creía responsable. Tras moverme inquieto intentando recomponer mi vida y obras, entiende que el maestro fonador es su compañero porque no vuelve a atizarme.

El espectáculo continúa unos minutos mientras intento pensar en las cosas más horribles que he escuchado en mi vida, como queriendo aplacar aquello que atrona como cien cascos de caballos sobre una fina plancha metálica hueca. La solución llega con ese repaso, cuando caigo en la cuenta de la existencia de una ruidosa banda de la que soy miembro y cuyos sonidos suavizo como puedo. Me deslizo cimbreante por la cama hasta tocar con los dedos la mochila, abriendo la cremallera sin piedad ni cuidado, no estaba el ambiente para remilgos, y encontrando rápidamente mi salvación, mi tesoro: mis tapones de los oídos para ensayar.

Por la mañana sólo queda en la cama el artista de la respiración imposible, entiendo que el resto ha huido, dejando el cadáver apuñalado pero bien tapado encima de la litera, esperando que me echen a mí el muerto. Salgo veloz a la calle para evitar cargos inmerecidos y me doy cuenta de algo bastante razonable, estoy destrozado.

Pero, ¿qué es eso tan mojado y salado?
Cuando los días son duros, lo peor que te puede pasar es una noche aun peor así que, con dolor y pena, me arrastro hacia una nueva jornada. Por el rabillo del ojo veo algo antes de entrar a la oscuridad de las butacas. El azul, enorme y relajante. Caigo en la cuenta de que el ritmo es tan ajetreado que no he mirado al mar desde que llegué, impensable en alguien de interior. Me siento y me dejo perder un rato, escuchando las olas, sintiendo el viento y respirando salado. Calma, por fin. Quién lo iba a decir, el relato de hoy termina bien.

Me caga una gaviota.


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