Despierto sobresaltado, oigo demasiado jaleo en la calle.
Miro el reloj y efectivamente me he dormido, adiós a mis planes de escribir la
crónica del día anterior por la mañana. Son las diez cuando salgo bruscamente
del albergue, chocándome en el portal con una tipa rubia que me suena pero no
sé de qué.
Francotirador en posición |
Como tengo acceso a internet, moneo por redes sociales sin
piedad ni sentido de la realidad y, al rato, estoy absorto en mis pensamientos.
Hay algo que no me deja concentrarme, ¿quién era la rubia?. Como sabiendo que
estoy a kilómetros de distancia, un cámara pasa con su herramienta de trabajo
muy cerca de mi cabeza, a unos 0 milímetros más o menos. Tras el golpe, la disculpa
y mi sonrisa de nosinomehasdadotranquilo, me toco disimuladamente el chichón y la
solución acude a mi mente: ¡la bielorrusa!. La rubia de antes, para el que se haya
perdido, es una amable norteña que me auxilió en mi llegada al
Atalaya/Olga/Olga’s Palace y sin la que seguramente llevaría una semana
durmiendo en la playa, huyendo de la excavadora de la muerte.
De pase en pase y tiro por que me toca, llega un momento
cada día en que siento morriña y me voy de potes por una calle con bares como
cimientos fundamentales. A la salida, melancólico, miro hacia arriba y veo que
me puedo sentir como en casa.
Como en casa |
Camino del hogar noto frío húmedo, la mejor de las
sensaciones cuando estas cansado. Miro a mi alrededor y veo que soy el único
que se siente así y me mosqueo. Hace la misma temperatura estable que el resto
de días, calor con lluvias torrenciales inesperadas, no entiendo por qué estos
escalofríos. Cruzo el puente que divide San Sebastián y me imagino en otra
ciudad aun más lejos. No sé por qué hago eso, como si no tuviese suficiente. Al
final me da vértigo y enfilo el paseo marítimo para volver de una maldita vez.
En ese momento me doy cuenta de que lo que había sentido
antes era una señal, una advertencia, una alerta de mi sentido arácnido y
tiemblo ante lo que me pueda encontrar al abrir la puerta de la casa del
terror. Esta vez no hace falta que llegue a mi cuarto, las aventuras comienzan
en el pasillo.
Primero oigo gritos tras la puerta acolchada, que os juro
que lo está. Entro sigiloso, temblando y acelerando en la recta que me
separa de mis compañeros, sean los que sean hoy. Al poner la mano en el pomo oigo
la voz del fumador empedernido que indefectiblemente se dirige a mi y me pregunta si hablo inglés. Educado, porque
lo soy, le digo que también domino el castellano y, al enfocar, descubro una
estampa encantadora. Una inglesa vestida de fiesta y con el rímel corrido discute
con el amable lugareño hasta donde la cerveza y la falta de entendimiento mutuo
les permite. Me usan de traductor y me entero de una trama muy jodida: ella
dejó por la tarde un bolso negro en la cocina con su cartera y demás y ahora, al
regresar a las 00:30, no estaba. El fumador me dice que él no ha visto nada,
que le diga que nadie ha limpiado desde entonces y que mire en su cuarto que
estará ahí. La inglesa me dice que se fía de todos los que estamos ahora mismo
en el albergue, ojo que a mi me ve por primera vez, y que sabe que lo dejó en
la cocina. El fumador se pone nervioso y saca dos bolsos que tiene en un
armario. La inglesa se desespera porque no son los suyos. Yo no sé que hacer y, ante la expectativa de pasar la noche viendo al tipo sacar bolsos de armarios secretos, me voy a lavar los dientes. De pronto, el fumador interrumpe mi higiénica tarea y me
dice que el objeto perdido apareció mágicamente, que en diez años nunca se ha perdido nada y que
qué casualidad que se pierda cuando hay españoles en el albergue. Esta última aseveración
no sé a qué viene, entiendo que insinúa que somos unos ladrones pero me lo dice
a mi, el único cliente español en ese momento. Me está llamando ladrón o se lo
está llamando a sí mismo, el caso es que me voy a la cama porque ya todo me da
igual.
Noche donostiarra |
Ir a San Sebastián día 7: lo otro
No hay comentarios:
Publicar un comentario