4/10/14

Sitges día 1: lo otro

En Sitges día 1: las películas encontrarán lo que buscan. Aquí no. Lo siento.

Maldito despertador. Aun no ha empezado la guerra y ya lleva dos días sonando a las 06:55, hora normal para un hombre de provecho pero no para mí, que estoy en la cama tan a gustito. El motivo de esta alarma inoportuna es que cada día a las siete salen las invitaciones para el día siguiente y, a las siete y un minuto, no quedan. Yo, previsor pese a saberme novato en todo esto, ahí estoy, como un clavo para pedir un par de pelis al día, aun sin saber cuales serán para prensa. Arriesgo y gano, más o menos.

On the road
Repaso la maleta, acaricio al gato, bajo las escaleras, piso sin querer al gato, subo las escaleras, cojo el cepillo de dientes y vuelvo a bajar con un destino muy claro: el garaje. Mis aventuras en tren a San Sebastián, esas que tantas alegrías dieron a los que leían mis escritos como alimañas ávidas de sufrimiento ajeno, se han transformado en un viaje por carretera en toda regla. Los motivos de este cambio los desvelaré el último día, así cebo un poco esto y os engancho irremediablemente.

Con el iPod lleno de musicote que terminaré por no usar, meto la cinta para comprobar, sorprendido, que funciona directamente. Los cassetes de cable para enchufar reproductores no son muy fiables, este es viejo y todos sabéis de mi suerte en estas situaciones. Que con esas tres razones se escuche perfectamente lo que quiera escuchar, me deja estupefacto y preocupado. Durante la primera media hora no llego ni a poner nada, de pura incredulidad. Más tarde elijo una buena mezcla de podcasts de confianza que hacen que las seis horas y media de conducción non-stop pasen en un momento. Reconozco que flaqueo un segundo antes de meterme en la Nacional II pero, recordando que el viaje me lo paga el medio y que el medio soy yo, elijo la eterna pero gratuita carretera de camiones.

Monumento a Tinky Winky
Salgo de un túnel y creo sufrir un colapso nervioso. Pienso en mi novia psicóloga, un beso amor, y en cual era el nombre que le pondría a mi nueva enfermedad, esa que me hace incapaz de leer pese a distinguir las letras. Miro los carteles con desesperación pero nada, no puedo. La primera estelada que vislumbro en un risco me da la pista que necesitaba para resolver el entuerto, ya estoy en Catalunya.

Llego a mi destino y parece que regreso a ese primer momento en San Sebastián donde todo era calor, playa y veraneo. Ya era sorprendente en septiembre pero ahora es octubre. Para alguien de la sierra de Madrid, descubrir que hay octubres así a tan solo unas horas de coche está cerca de lo profano.

Mi GPS dice que he llegado a mi destino, miro a mi izquierda y veo el letrero de mi albergue, con el nombre que ponía en internet, y un sitio para aparcar el coche. Esto me huele a chamusquina. En la recepción una mujer muy amable de acento aun no identificado me guía a una habitación amplia, blanca y llena de luz. Me deja elegir cama porque sólo hay dos ocupadas de las ocho que ofrecen cuatro bonitas literas. Me quedo en una de abajo rodeada de enchufes. El baño es enorme, tengo taquilla y en el subidón me parece que todo huele a una dulce mezcla de limón y bollitos de chocolate. Bajo a recepción y me aclaran que tengo desayuno incluido y que el coche se puede quedar donde lo he dejado sin problemas. Subo a mi cuarto, me meto en la ducha, me siento sujetándome de las rodillas y lloro.

Ya era hora
Me recupero de ese momento de soldado que vuelve a casa y parto hacia mi siguiente meta. El sol aprieta y choca contra mi sonrisa, consiguiendo un bonito brillo que ciega a una pareja de camboyanos tatuados. La playa está llena y yo me he vuelto a poner pantalones cortos, octubre mola. Llego a la catedral que sale en los carteles del festival con los que llevo embelesado desde niño. Como la motosierra de Posesión Infernal, el unicornio de Blade Runner o el maldito Halcón Milenario, este edificio supone un símbolo de mucho de lo que adoro del cine y me quedo petrificado.

Cinco minutos después, salgo de mi pasmo y veo que un grupo de siete japoneses que están fotografiando mi episodio Stendhal. Sigo andando. Y sigo. Y sigo. La media horita de paseo se me va a hacer eterna los últimos días pero ahora se agradece. Incluso cuando me confundo y casi aparezco en una playa nudista, no pierdo la esperanza y sigo caminando hacia mi acreditación.

Ya en el hotel que sirve de centro de operaciones, descubro la entrada y vigilo las salidas como si fuese Bourne. Consigo todo lo que me hace falta y comienzan los pases. A partir de ese momento todo se nubla. Recuerdo fogonazos, instantáneas de mí mismo corriendo de una sala a otra, agotado y a horas intempestivas. Recobro el conocimientos con unos tímidos aplausos. Estoy recostado en una butaca de la sala más grande del festival, muy solo y muy escorado, descalzo y con el móvil en un enchufe que se esconde tras una cortina. Son las cuatro y media de la madrugada.

Comienzo mi regreso de algo más de media hora a la orilla del mar. Sitges duerme y a mi me da envidia. Llego al albergue para descubrir mi habitación a oscuras, algo que no me preocupa porque mi cama está en línea recta y el orden escrupuloso impide que pise nada. Me cambio, me lavo los dientes tranquilamente, uso el baño a mi antojo y me tumbo de un salto literal, es decir, me dejo rodar en la parte baja de mi camastro combo. En ese preciso momento, cuando se hace el silencio, me doy cuenta: en este albergue soy yo el que molesta.

Balagueró diciendo nosequé
Por si eso no fuese suficiente, pongo dos alarmas, una dentro de hora y media para reservar las invitaciones de pasado mañana y la otra dos horas después porque hay que llegar a la de las diez y media. Sitges mata.

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